Eternidad
En forma de paloma
inicia su vuelo;
le cuesta alejarse.
Pliega sus alas,
se posa en el alero.
queda… como perdida…
lo q deja es mucho,
elegir no puede.
Aún, adolescente
se cumplió,
de la vida, su tiempo.
Levanta vuelo
lenta, resignada
se aleja.
Un haz de luz intenso
la ilumina
traslúcida, el alma
de aquel ángel
se funde, en lo eterno.
Tardes de sábado
Alumbra el lugar el sol de la tarde que, a pleno entra por la ventana.
Los leños, alargan sus lenguas que bailan el ritmo excitante del fuego.
Ese ruido tan especial, el chisporroteo, hace que se dispersen pequeñas estrellas rojas que titilan por
instantes en el fondo negro de la vieja chimenea.
En el sillón, mis padres y dispersos en la antigua alfombra, mis hermanos y yo junto al perro que
dormita; y aún mas cerca del hogar; el abuelo se acomoda en si sillón hamaca.
Como todos los sábados de invierno nos relata viejas historias, que escuchamos con intriga y placer.
Nos hace viajar por países exóticos y extraños, por bosques misteriosos, por cantarinos riachuelos que
serpentean entre riscos y montañas.
Hoy navegamos con las velas hinchadas por el viento, en un barco pirata.
Después de mucho andar por aguas desconocidas, al fin se divisa la isla buscada, que unas enormes
rocas parecen ocultar.
Desembarcamos y con gran ansiedad buscamos la codiciada cueva.
Encontramos antorchas para poder recorrer los oscuros pasadizos, que se separan y unen en recodos
secretos.
Por fin, algo nos hace parar la búsqueda; un haz de luz, señala un hueco tapado con maderas y grandes
piedras.
Con mucho esfuerzo las retiramos, las maderas caen al vacío; con sogas nos deslizamos para llegar al
fondo y ahí, aun costado ¡El Cofre! Su madera carcomida por la humedad y el tiempo. La cerradura
endurecida y mohosa cuesta abrirla.
Por fin, lo logramos y al abrir la tapa deja ver en su interior; toda la riqueza que nos aviamos
imaginado y aún más.
Reímos bailando; tirando al aire monedas de oro y plata.
En ese momento todos desconfiábamos de todos y antes de zarpar, la codicia juega la carta d la muerte;
alguno de ellos quedan allí, inertes, la mirada fija y sin vida dirigida al techo de la cueva.
No nos importa nada; los que quedamos corremos llevando todo al barco.
Ya en alta mar, reina aún más la desconfianza, recelamos, nos vigilamos unos a otros; de pronto un
golpe de viento y las velas caen; al barco lo tumba el huracán que se desata con furor.
Todo lentamente se sumerge en el fondo oscuro del mar: hombres, riquezas, codicia, maldad.
Solo algunos maderos rotos flotan a la deriva.
Una mano, sacude mi hombro y la vos de mi hijo me despierta.
Las últimas luces de la tarde se sumergen en la oscuridad de la noche.
El cuarto en penumbras; el fuego apagado.
¡Ya se siente frío! Solo el quejido del viejo sillón que aún se hamaca, como si realmente allí hubiera
estado el abuelo.
Ailimé
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